lunes, noviembre 13, 2006

Refugio

Él es diferente.

Susana pasea por la casa, deshabitada, en silencio, en la penumbra de la tarde. El invierno se acerca más rápido este año, y las noches serán más duras. El televisor acumula polvo, las lámparas están rotas, las cañerías apestan a agua estancada. Ya nada es como antes, pero Susana vuelve una y otra vez. En la tribu no la echarán de menos, al menos en cuatro o cinco días. No es la única que desaparece. La mayoría vuelven, con el ánimo hundido y provisiones. Algunos no regresan. Otros, los menos, desandan el camino, pero ya están muertos.
Oye un ruido, leve, que le eriza el vello. Es él. Pero debe confirmarlo. Desenvaina el machete y se dirige a la ventana del comedor, que tiene los cristales rotos. Está segura en esa casa, la protegió con tabiques y maderas alrededor del jardín, sobre el muro de hormigón. Y ellos no saltan. Pero la primera regla de la supervivencia es no dar nada por sentado. La segunda es llevar el machete siempre encima. Echa un vistazo y no detecta movimiento. Agudiza el oido. Murmullos. Gemidos. Gritos ahogados. Llega un momento en que no los oyes. El canto de los muertos es constante, de día y de noche. Susana es fuerte, pero en su tribu ya ha habido tres suicidios. Manuel, el carnicero, quién lo iba a decir. Salió corriendo hacia ellos. Tenía una pistola, se podía haber volado los sesos, pero prefirió no derrochar la munición de los que quieren seguir con vida. Manuel era un buen tío, y fuerte. Tuvieron que disparar dos cartuchos con la escopeta para acabar con él, al día siguiente. Joder, ni siquiera puedes usar la palabra matar, porque ya estaba muerto. Susana abre la puerta y sale al huerto, donde arranca un tomate. Le escupe y lo frota con el pantalón. Ropa ajustada, regla número tres. De un mordisco se lleva la mitad, y el jugo le resbala por la comisura de los labios. Se pregunta si ellos sentirán lo mismo. Luego se pregunta por qué estará haciendo ruidos, en el sótano. Él nunca duerme. Solo forcejea.

Él es diferente.

No hay luz, pero se sabe el camino de memoria. Susana recuerda las películas que vio de cría, con sus amigas. Entonces gritaba cuando el protagonista bajaba al sótano, a comprobar los fusibles, y el asesino o el fantasma le esperaba entre las sombras. Ya no hay motivo para gritar. Eso les alertaría, y los reuniría junto a la casa. Luego sería más dificil salir. Hay que ser pragmático. Y sin embargo no puede evitar que un escalofrío le recorra el espinazo, recordándola que aún sigue viva. Él intenta librarse de las correas y las cuerdas cuando ella llega. Su piel está oscura, lleno de mugre, sangre y cortes. Ya no es el chico apuesto que Susana conoció en la universidad, antes de la llegada del infierno. Los ojos desprenden ira y miedo, y bajo la mordaza rezuma bilis. Ella se sienta enfrente, en la mecedora de madera de la vieja propietaria de la casa, fuera quien fuera. Le mira, mientras acaricia la hoja del arma, simulando despreocupación. ¿Qué nos diferencia, Bruno? Le pregunta, y él dobla los esfuerzos para alcanzarla. Apenas les separan un metro y medio de ansiedad. Él parece articular palabras, pero solo son ruidos inconexos. Más o menos como cuando Susana lo encontró en su caravana, con Eli. Se supone que en estas circunstancias los lazos se estrechan. Se supone que él tenía que estar allí para protegerla, para cuidarla. Se supone que era su hombre. Susana no se quita de la cabeza la imagen de Bruno follándose a Eli como un animal, sin percartarse de su presencia. Aprieta el mango del machete. Es Eli la que reacciona y le aparta, pero él embiste, se ríe, y persiste, como hace ahora, atado a la pared, con la ropa rota y las heridas abiertas sobre la carne.

Él es diferente.

¿Crees que me costaría acabar contigo? Susana mató a su hermano pequeño. Fue el día anterior a la llegada del infierno, cuando aún no se sabía nada. En realidad, no se ha avanzado nada desde entonces: los muertos vuelven a caminar, y atacan a los vivos. Solo se puede terminar con ellos destruyéndoles el cerebro. Es por eso que los palos, los machetes, las maderas o las mazas van tan bien. Las armas de fuego escasean, y la munición es nueva moneda de cambio. Pero el día del infierno no se sabía nada de eso. Jaime, el hermano de Susana, volvió del colegio. Un hombre le había mordido por la calle, pero él había podido huir. Jaime se había quedado dormido sin comer. En la televisión avisaban que en los ambulatorios y hospitales acudía la gente en masa. Se desconocía el virus causante de la enfermedad, pero se pedía que no se colapsaran los servicios de urgencias si el caso no era muy grave. Por la mañana siguiente, Jaime despertó a Susana. ¿Has tenido una pesadilla? Jaime intentó morderla y Susana lo apartó de un manotazo. No bromees. El gemido del crío la asustó, y fue a buscar a su padre. Cuando llegó al dormitorio gritó. Un charco de sangre cubría las sábanas, y un reguero de tripas serpenteaba sobre las baldosas. Al dar media vuelta, vio a Jaime con más claridad, en el umbral de la puerta. Pálido, con la boca abierta y roja como una rosa sobre la nieve. Pegados a la mejilla, cachitos de la carne de su padre. Susana no recuerda haber llorado, pero los ojos le dolían como si hubiera aspirado salfumán. Cuando Jaime se abalanzó sobre ella, intentó esquivarlo, intentó hablarle, intentó detenerlo, sujetándole de las muñecas. Pero Jaime solo mordía y mordía y mordía. Cuando Susana lo empujó contra la mesa, Jaime se golpeó en la cabeza, y cayó como un peso muerto. Al acercarse, temblorosa, el niño miraba el techo, pero estaba inerte. Ella le abrazó, y vio el craneo hundido. Pero no sangraba.

Él es diferente.

No le había costado atraerlo hasta aquí. Después de que Bruno y Eli desaparecieran de la tribu, Susana se dedicó a cazar a los muertos. Salía junto a Javi, y eliminaban a todos los que encontraban en los alrededores del campamento. Era como un deporte, en el que Javi y ella competían por cual de los dos daba pasaporte a más caminantes. Por eso, cuando unos meses después encontró a Bruno, trazó su plan. Lo capturaría y lo encerraría en su particular refugio. Ella misma sería el mejor cebo. Cuatro días más tarde, Susana se mecía frente a su antiguo novio.
Prometiste que me cuidarías. Prometiste que me amarías. Prometiste que nunca me dejarías. En la oscuridad, Susana percibe que Bruno deja de sacudirse. Se levanta y se va al piso superior. Se prepara una cena con las verduras y una lata de anchoas en conserva. Controla los accesos, y todo parece en orden. Se echa en el sofá y se queda dormida.
Un ruido la despierta por la mañana. No sabe qué hora es pero tampoco importa. Los relojes ya no tienen sentido en este mundo. Mira por la ventana, y ve que tras los muros se empiezan a agolpar algunos muertos. Es posible que la huelan. Es posible que huelan a Bruno. Tiene que darse prisa si quiere volver a la tribu sin problemas. La bicicleta está recostada sobre las pilas de libros de un despacho. Susana prepara una mochila con comida y se dirige a la puerta. Lo repiensa, da media vuelta, y se encamina al sótano. Bruno gime y se agita. Bruno nunca duerme. Susana sostiene el machete con fuerza, pero sus manos sudan en abundancia. Está nerviosa. Muy nerviosa. Se acerca a Bruno, le aproxima el hierro a la cara, y con un gesto seco le arranca la mordaza.
¡Hija de puta!
Susana le clava la hoja sobre la ceja derecha, y ésta se hunde con un crujir de huesos. Repite la embestida. Una vez. Otra. Y otra. Cesan los espasmos en Bruno. Y luego otra.

Él era diferente.

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